La
primera mujer que vi desnuda en mi vida estaba tendida en una mesa de mármol en
el tanatorio del cementerio de la ciudad donde nací. Era más blanca que la
mesa, tenía los pies unidos, las uñas pintadas de rosa y los brazos colocados
junto al cuerpo. Los ojos cerrados dejaban adivinar, por el tono de los
párpados, un color claro, más verde que azul, por ser oscuro el triángulo
perfectamente dibujado bajo el vientre. Pero era el agujerito rojo, por donde
había salido la bala, lavado y como la marca de un beso, el que sobresalía a
pesar de su pequeñez. A través de él le había sido empujada la vida, fría y
rápida, montada en la velocidad del disparo que le quemó la espalda y le
arrebató el alma caliente y lenta. De ella sólo se sabía que era mujer, entre los
veinte y los treinta años y que llevaba, en la hora de la muerte, unas botas
altas y un vestido morado, guardados en la entidad forense que decretó que el
cadáver estuviese allí expuesto y que las puertas se abrieran, cada dos horas,
para que la gente lo pudiese identificar.
Yo
iba de la mano del sacerdote, director del reformatorio donde estaba desde que
mi padre allí me dejase, después de que mi madre, dicen, que todavía hoy no lo
sé bien, nos abandonara para ir a vivir con otra familia, la de un hombre con
cuatro hijos, viudo y con carencia de afectos que descubrió, en los de mi
madre, la solución a los problemas de su familia.
El
sacerdote me llevaba de la mano, bien apretada, para que no me perdiese en
aquel carrusel de personas que andaban alrededor, paso a paso, nueva carrera,
nuevo viaje, observando los trazos de la mujer asesinada.
Recuerdo
la punta de sus zapatos de charol, ora asoma, ora esconde, debajo de la larga sotana
que yo miraba desde abajo guiado por la hilera de botones que, pasando por el blanco
alzacuello como una frontera, destapaba del otro lado un rostro enjuto y
sonriente con una boca que se abría y se cerraba y soltaba sonidos “es guapa,
¿verdad?”. Yo bajaba la cabeza, avergonzado. El sacerdote me apretaba la mano
con más fuerza.
En
aquel reformatorio pasé años con abrigo y comida junto a otros hermanos con los
que compartía la misma habitación en la que ochenta camas ordenadas, de lado a
lado, de hierro de color azul claro y colcha blanca, denunciaban la caserna con
un olor a botas de cuero y a la humedad que escurría, escondida, por las
paredes pintadas de gris.
Mi
padre venía a verme todos los meses y cuando caía, normalmente cuando los
domingos tenían sol, me llevaba a merendar, una naranjada y un pastel, antes de
entregarme otra vez a los curas y a las paredes hasta su próxima visita, al mes
siguiente, si pudiese, si juntase, si hubiese tenido trabajo para costearse el
viaje desde la capital hasta allí. Sus visitas comenzaban mucho antes de su
llegada.
Supe
de la muerte de mi padre el día que me llamaron al director sin ser por el
altavoz del patio. Tenía dieciocho años y me quedaban semanas para abandonar,
por edad, la institución. El buen sacerdote, al que el tiempo había marcado con
el ritmo de nuestro crecimiento, movió los gruesos labios “ya no sufrirá más. Reza
por sus pecados”.
Hubo
un periodo de tiempo en el que dejó de visitarme. No sentía la falta del pastel
y de la naranjada pero sí del olor de su chaqueta y de la rudeza de sus manos
robustas y grandes. Los curas me decían que estaba de viaje, que volvería si
era voluntad de Dios y que mis oraciones eran importantes. Por eso pasé días y
días soltando rezos, oraciones y sacrificios. Me pasé años rezando por la
noche, al levantarme, varias veces durante el día; siempre que el olor de su
chaqueta me despertaba la añoranza.
Cuando
finalmente volvió a visitarme estaba diferente, más triste y más callado. El
cabello le había cambiado de color y sus
manos eran más ligeras y trémulas. Sólo el día que me informaron de su
muerte me dijeron que su viaje lo había hecho parado, en una isla lejos de todos,
en una celda aislada por orden de un juez.
Cuando
dejé la institución, el viejo director me dio la llave de un quinto piso
situado en una travesía de los alrededores de la capital. Cruz de Palo era el
nombre de aquel pueblo donde mi padre vivió sus últimos días. La casa la había
puesto a mi nombre, una conquista suya, un orgullo. Dos habitaciones, una
cocina y un cuarto de baño de tuberías oxidadas donde empezaría, por
testamento, mi vida en solitario. Junto con la llave, también me dio un poco de
dinero, la dirección de una fábrica donde podía pedir trabajo y un billete de
tren.
Llegué
un miércoles, metí la llave en la puerta y la giré. Empujé despacio y abrí el
comienzo de mi vida adulta. Una cama, dos mesillas de cabecera, un armario, una
televisión con antena interna, un frigorífico vacío con seis botellas vacías
junto a él… mi casa. Adulto durante veinte minutos, hasta que sonó el timbre y apareció Angélica
“¿Raúl?, mi niño, tu padre me habló mucho de ti”. Comenzó a hablarme de él, me
dijo que fue un hombre triste, siempre infeliz y que yo fui lo único que
apareció en su vida como vida. “De no haber sido por su niño Raúl haría ya
mucho tiempo que nos habría dejado”. Las botellas vacías del frigorífico eran
la prueba de su infelicidad, hígado en explosión de combate a la tristeza. “Te
quería mucho. Yo le lavaba la ropa, le limpiaba la casa, le escuchaba cuando
tenía ganas de hablar”.
Angélica
era una mujer madura, tranquila y con el pelo descuidado, por haber dejado de
creer en sí misma, pero con una ternura capaz de verme y de tratarme como a un
“niño”.
“Tu
papá me pidió que te diera esta llave, es de la caja que está encima del
armario”.
Esa
tarde, abrí la caja. Tenía dentro varios atadijos de cartas sujetos con un
lazo. Mi padre y mi madre, la mujer que para mí siempre había sido un misterio,
se habían amado, en un tiempo, en un momento.
Por
la noche me metí en la bañera, activando el barullo de las tuberías oxidadas
del cuarto de baño, pequeño pero mío.
Me
senté en la cama, abrí el cajón de la mesilla. Una fotografía de una mujer con
un bebé en su regazo, un paño de franela verde envolviendo algo pesado y un
frasco de esmalte de uñas rosa.
Abrí
el paño verde, como el que abre un caramelo gigante, y apareció una pistola
negra.
Me
acordé de las puntas de los zapatos brillantes del director de mi reformatorio,
de su mano apretando la mía, el día en que descubrí en una mesa de mármol la
primera mujer desnuda que vi en mi vida.
Sólo
entonces entendí que el buen sacerdote me llevó de la mano a despedirme de la
mujer que me había traído al mundo.
Aragonez Marques
2015
(... a ser publicado numa colectânea
de contos de escritores ibéricos
em Espanha...)